4/4/15

¿Engaño existencial?




Ni siquiera percibí la separación. Me encontré ascendiendo lentamente en el oscuro dormitorio y, recién al llegar al techo, lo extraño de la situación me hizo volver la cabeza para ver mi cuerpo acostado en la cama. Me unía a él el cordón de plata, tal y como mencionaban los libros, y con ello me di cuenta que lo veía desde mi cuerpo astral.
Me pareció un don inmerecido el que lo hubiera logrado tras tan pocos años de meditación y estudios. Ya en mi adolescencia me había consustanciado con el budismo tibetano a través de las obras de Lobsang Rampa que me mostraron las técnicas del viaje astral y, para los dotados, la apertura del tercer ojo.
Una prima mayor, que resultó predecesora en este camino, me indicó que mediante esa pequeña trepanación de cráneo en la frente, esas personas podían ver el aura de las demás. El brillo y los colores de ésta podían indicar problemas de salud y la limpieza o carga de pecados del alma.
Mientras rebotaba de una pared a otra, rememoré que tras muchos años volví a encontrarme con aquella prima. Para ese entonces el budismo sólo  había sido un sueño olvidado de juventud y dedicada mi atención a mi vida terrenal. Sin embargo, ella encontró la iluminación en esa senda y, durante una noche de confidencias, me abrió su alma y me demostró el poder de su concentración.
Antes de despedirnos sin saber de reencuentros, me confió una traducción, hecha por ella, de un antiguo manuscrito tibetano.  En él, me dijo, encontraría el camino hacia el cuerpo astral y finalmente, con una sonrisa, sólo se fue sin decir adiós. Ahora entiendo el por qué. Mi cuerpo astral se despereza y sé que con él puedo viajar en la distancia y en el tiempo que desee, y así reencontrarnos en cualquier momento enredando, jubilosos, nuestros cordones de plata -éstos no se deben cortar ya que el alma quedará vagando por la eternidad y el cuerpo material morirá-. Debo practicar para poder usarlo. Otro de sus poderes consiste en ocupar seres vivientes, ya sea tomando el control o solo habitándolo como testigo.
Atravieso las paredes como si fueran de humo y me uno a la noche y a una luna cuya luz opaca a la del cordón. Al instante me divisó una gata vagabunda (los felinos son los únicos animales que nos ven) que bostezaba sin inmutarse. Entro en su cuerpo y el mundo se aclara por su visión nocturna, siento el potencial de sus garras escondidas y la suavidad de su pelo. Recorro su reino de tapiales y terrazas, siseo con furia y erizo el lomo al encontrar algún invasor y corro equilibrista tras una presa.
Al amanecer transmigro hacia un perro callejero. La vista no es buena pero percibo todo por los olores y, recién despierto, troto por las calles solitarias haciendo sonar mis uñas contra la vereda. Mi cola batiente muestra una simpatía que busca comida. Entretanto, le ladro con fingida furia a cada auto que pasa; es uno de mis entretenimientos preferidos. Como ninguno repara en mí, de la furia paso al despecho y levanto mi pata prolijamente ante cada neumático de los que están estacionados. Un resabio de mi mente humana me dice que es un comportamiento territorial, sin embargo, son tantos los territorios marcados que mi brújula flaquea.
No importa. Mis orejas se yerguen atentas y mi hocico rastrea el aire. Se acerca una de las presas que justifican mis días. No me conoce, sigue confiado. Al pasar a mi lado, muestro mis dientes y ladro amenazante, simulo atacarlo y le “tarasconeo” los tobillos; vacila asustado, pierde el rumbo y casi se cae. Mientras se aleja hacia su trabajo, pedaleando sin tregua en la bicicleta, me maldice, pues no sabe leer la sonrisa en mi larga lengua que lo despide.
De pronto  me crecen alas de golondrina y, batiéndolas furiosas, me uno a mis congéneres que todavía revolotean en círculos sobre la ciudad. Cuando el sol lo marca, nos dispersamos al unísono hacia los verdes de los alrededores en busca del sustento. El atardecer indicará la danza contraria que nos hará girar antes de posarnos hasta el otro día. En pos de ese momento, vuelo sobre mi casa y el cordón me reclama; caigo como una piedra que traspasa el techo y me uno a mi cuerpo que se levanta para ir a trabajar.
Olvido todo mientras me afeito. No sé si ha sido un sueño, pero recuerdo una vez más con amargura que algún día deberé confesarle a mi prima que Lobsang Rampa se llamó en realidad, Cyril Henry Hoskin, nació en Inglaterra y nunca estuvo en el Tíbet. 

Carlos Caro

Paraná, 29 de marzo de 2015
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